En cualquier esquina, casa, finca, bar o taberna, dos caras curtidas frente a frente, una mirada a los ojos, un apretón de agrietadas manos, y una frase varias veces repetida: “trato hecho”, para que más. Así de simple, sin firmas, ni legajos, ni papeles,, y en algunos casos ni siquiera testigos, solo la palabra. La palabra como un antiguo baluarte insobornable, como una prueba irrefutable de lo más noble de la condición humana. Después a la taberna para convidarse y perfilar dudas. Terminado el culto a Baco los componentes de la cuadrilla se desperdigaban por las calles, no sin antes rematar flecos de conversaciones inconclusas. Cada mochuelo a su olivo. Mañana sería otro día.
Las tabernas y después los bares leyendas vivas del ir y venir de la historia de nuestras gentes, cada pueblo con las suyas, centros neurálgicos del engranaje económico del día a día del pueblo. Aquellos taberneros, custodios de muchos secretos y confidencias tras los tragos de unos vasos de vino, algunas veces compartidos si el dinero no daba para más, fiadores de algunas deudas y de anticipos de dinero para la “señal del trato”, consejeros de indecisos vendedores, pacientes escuchas de algunos desahogos y preocupaciones, acomodadores y buscadores de jornales para los peones más necesitados, recaderos de tratantes y viandantes, testigos de tratos y argucias y depositarios de voluntades y palabras. El valor de la palabra dada, esta superaba todas las formas de contrato posibles, según nos contaban nuestros abuelos. Hasta incluso hubo palabras respetadas más allá de la muerte. Y así parece ser que fue a lo largo del tiempo. Después nosotros, posteriormente, fuimos conociendo una etapa de transición, donde la cultura del engaño empezó a tomar posiciones, y vimos a la honradez palidecer lentamente en una vieja cama, con catre de hierro e interruptor de pera.
Efectivamente la palabra dada era superior a cualquier papel embadurnado de firmas y sellos. Nuestros antepasados aún estaban lejos de las artimañas de los textos administrativos, que marcaron un punto de inflexión en el devenir de los distintos acuerdos entre personas. Las antiguas escrituras de compra venta eran muy simples: un par de firmas de ambas partes, la firma adicional de un improvisado testigo, la del escribiente del pueblo y la del notario. El dinero no se guardaba en ningún banco, sino más bien en el colchón, dentro de alguna cesta colgada en el atroje, en el pliegue de una manta en el fondo de un baúl, o quién sabe en qué otros sitios de los más insospechados.
Aunque también cabe recordar para ser justos, que picaros siempre hubo, rateros de corrales, naranjales, olivares… charlatanes liantes de mil artimañas, todo hay que decirlo, si, y hasta el dinero prestado en usura formaba parte de las bajezas humanas de aquellos tiempos pasados, como anticipo, tal vez de lo que nos llegaría más tarde, una minúscula visión de nuestro tiempo actual. Pero a pesar de todo, las puertas de las casas de aquellas infancias y de las nuestras, las conocimos siempre abiertas, sin miedo alguno, abiertas al frío y abiertas a la vida. Tanto fue así que la llave principal a veces se desconocía su paradero por falta de uso, bastaba tan solo con echar la tranca por la noche. Como es sabido, ya en aquel tiempo, las miserias humanas fueron sigilosamente perforando la capa de la honradez, pero la honradez era un blasón que todavía lucía por encima del dintel numerosas puertas, y la “palabra dada” tenía un alto predicamento aún entre mucha gente cabal de esta tierra que nos tocó en suerte, y aún lo tuvo mucho más como hemos dicho en tiempos de nuestros abuelos. ¡Que tiempos debieron de ser aquellos! Que hasta en las reuniones de “una acequia” llegaban a acuerdos sin grandes desavenencias, según ellos mismos nos relataban. Nosotros, en cambio ya comenzábamos de niños a barruntar los primeros nubarrones de tormenta, que apuntaban a un marcado espíritu de contienda!. Con la modernidad la honradez fue relegada al cuarto trasero de las cosas inservibles, al arca más oscura y escondida del atroje, donde duermen las virtudes humanas ya en desuso, entre el perfume inconfundible de la naftalina.
Nuestros antepasados murieron sin saber lo que era una hipoteca, ni un plazo fijo, ni un fondo de inversión, ni la publicidad, ni el mundo digital, ni otras argucias sofisticadas del mismísimo demonio. Tuvieron la fortuna de vivir las cosas palpables y verdaderas, frente a las cosas virtuales y perecederas. Cada vez que a nuestros mayores les negabas hacerles ‘el mandao’ o las normas de la casa se infringían, las consecuencias podían ser serias. La mano amenazante que portaba una alpargata justiciera que casi siempre quedaba en conato de embestida, pero cargada de bondadosa pedagogía, era la que después te acariciaba, las manos de nuestras abuelas y madres que sirvieron para reducir a la mínima expresión la tontería y nos inculcaron el virus del respeto a los demás, ya descatalogado en el mercado de las soberbias. Cuando llegabas a casa llorando como consecuencia de las tragicomedias que se organizaban en las calles, donde las variopintas refriegas eran normales, escuchabas a las madres diciendo aquella frase demoledora, “tú también habrás hecho algo”, resultó didáctica, pues hizo comprender que éramos uno más en el planeta tierra.
Un buen día de aquellas infancias pueblerinas, te encontrabas algo en la calle o en el huerto, y la alegría que surgía en los rostros se evadía cuando las madres obligaban a preguntar y devolverlo. Hoy damos gracias de haber sido educados en aquellos valores, y valoramos que en el fondo el mérito no es solo nuestro, sino que nos hemos limitado a recoger un testigo generacional, y el galardón principal de aquellos representantes de la decencia humana que fueron nuestros antepasados. Los niños corrieron y corrimos por aquellas calles del pueblo, metidos en largos juegos, mientras en un bar, en alguna esquina o en la plaza un grupo de hombres estrechaban sus manos y cerraban un trato. Y aquí estamos sanos y salvos, con las justas tonterías, y a buen recaudo de eslabones de nuevo cuño, añadidos a la cadena de la estupidez humana, sabedores de que aquellos valores pasados algún día serán cenizas.
Muchos de los que habéis llegado al final de este relato, en mayor o menor medida conocisteis el tiempo aquí referido. Sabréis por tanto, que fuisteis los últimos mohicanos del compromiso y la honradez, los últimos testigos presenciales del valor de la palabra dada, la misma que por aquellas fechas empezaba a mostrar ya los últimos colapsos, y a resquebrajarse.
Si estáis de acuerdo conmigo en que así fue, no se hable más, ¡¡Trato hecho!!