Lavanderas del Valle de Lecrín

Se las veía hincadas sufriendo las inclemencias del tiempo durante largas horas, padeciendo el frio de la humedad en manos y brazos, mientras las rodillas sobre el húmedo y duro suelo se apoyaban sobre trapos viejos, soportando el balanceo del cuerpo

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Aquellas sufridas mujeres, abuelas y madres, esforzadas y heroicas, anónimas, resignadas lavanderas, que batallaron y sudaron a base de bien entre asperezas de la vida, entre las severidades propias de aquellos tiempos pasados, sin descanso alguno y con mil tareas en las que no perdían la comba, equilibristas de un tiempo en el que multiplicaban las horas del trabajo doméstico realizando labores francamente duras y a las que hacían frente a base de un coraje extraordinario, a lo largo de la historia, y que hay que reconocer de forma significativa. Trabajos y misiones que hoy, afortunadamente, ya no se conocen, mientras que la historia de los sufrimientos y de las durezas queda atrás. Y con la queja en el silencio, como la severidad de las frías aguas.


Marchaban con el caldero de cinc, la tabla de madera y la canasta de mimbre sobre el costado, portadoras de la inmundicia y el resuello de aquellas vidas entregadas al polvo de los campos. Se lavaba la ropa de toda la familia: marido, hijos, abuelos. Incluso algunas veces ropa ajena para ganarse un dinero y ayudar en las estrechas economías domesticas. Había mujeres cuya profesión era la de lavandera, que en su inmensa mayoría prestaban los servicios en las “casas de bien” lavando la indumentaria de los señores y sus ajuares domésticos. Si los bultos de ropa eran grandes, se recurría al burro o al mulo para llevar la carga. En primavera y verano se lavaba la ropa en los ríos, y el resto del año, ya más pluvioso, en las caudalosas acequias, veneros de fuentes y arroyos más cercanos a los pueblos donde no había lavaderos. En algunos pueblos del Valle de Lecrín hasta finales de los setenta del siglo pasado, aún quedaba un puñado de pueblos sin noticias del agua corriente.

Por caminos y veredas llegan a las orillas de los ríos, parlanchines y bulliciosos como ellas. Cada una a su puesto, había mujeres que siempre mantenían el mismo sitio donde aprovechando una piedra plana a modo de laja declinaba el uso de la tabla de madera. Momentos después se empezaba la tarea entre las carcajadas de la unas y los cantos de las otras que rompían la cadencia cristalina y arrulladora de las aguas y el rumor tranquilo que bajo las alamedas y cerca de las fuentes producían los insectos. El golpe de la ropa contra las piedras de lavar semejaba el martilleo de una fragua. Cuando la una se callaba otra empezaba. Las pullas se cruzaban de lavadero a lavadero como saetas ágiles. Las murmuraciones se enredaban con dulce facilidad y la vida de la población se comentaba y se conocía mientras la ropa que se lavaba ensuciaba los cristales del rio. Algunas mujeres tenían todo el día la misma canción en boca, como una letanía, dale que te pego escurriendo el lienzo sobre el agua y canturreando hasta la saciedad la misma pieza. Las más jóvenes, y afectadas de modernidad, tal vez cantaban algunas de aquellas canciones de Luis Aguilé, que irrumpieron de golpe en la España antigua de copla y alborada. Podían pasarse horas cantando: “Cuando salí de Cuba, dejé mi vida, dejé mi amor, cuando salí de Cuba, deje enterrado mi corazón…” A su vez los pájaros entonaban también sus trinos de siempre. Todo era un festival de melodías más o menos disonantes. Se las veía hincadas sufriendo las inclemencias del tiempo durante largas horas, padeciendo el frio de la humedad en manos y brazos, mientras las rodillas sobre el húmedo y duro suelo se apoyaban sobre trapos viejos, soportando el balanceo del cuerpo. Las manos dañadas por el jabón de sosa casero, que se hacía en ese reciclaje cotidiano que proveía de este y otros elementos, donde a todo se le daba uso, y de todo se sacaba lo necesario. El jabón castigaba una y otra vez las cascarrias agrestes de las telas; era el único detergente disponible, y el único azote de mugres y zurraspas adosadas a las ropas interiores. La ropa muy sucia, se dejaba enjabonada y expuesta al sol, después se guardaba igual hasta el día siguiente. Me cuentan que algunos generosos molineros permitían a las mujeres dejar la ropa de un día para otro al lado de sus molinos para evitarles un pesado viaje de ida y vuelta. Eran otros tiempos donde mucha gente aún vivía la vida desde la buena intención hacia los otros.

De vuelta a la orilla las manos de aquellas mujeres, deformadas, hinchadas y rojas; maceradas por el frío del agua y por el jabón se llenaban de arrugas mientras estaban húmedas y al secarse se tornaban duras, apergaminadas, curtidas y agrietadas, manos que no recibieron crema hidratante alguna, más allá del adobo en la matanza. Las grandes sábanas se tendían sobre juncos y arboleas; a veces las defecaban los pájaros ante el disgusto de las lavanderas. El resto de la colada, quedaba también expuesta a los viandantes: camisas que sudaron lo insudable en la era o en la siega; calcetines con algún agujerito que después tocaba zurcir; colchas con dibujos de flores u ornamentos de la India, o de sitios imposibles de precisar; enaguas zurcidas; pantalones con piezas de remiendo, calzoncillos de “pata larga” al fin defenestrados y relucientes… La ropa, allí tendida, perdía su recato a favor del sol y el viento. Los burros lavanderos que algunas mujeres llevaban con la carga de ropa, quedaban atados por las alamedas, y a veces las cabras y ovejas se acercaban a comer la hierba de las orillas, quedando una perfecta estampa de belén navideño, con ovejas sobre el musgo verde, pastores con albarcas y lavanderas sobre ríos de papel de plata. Todo hermoso y bucólico, si no fuera porque se desarrollaba en el marco de la lucha áspera de siempre, arrastrando inclemencias de la más amplia gama existencial. En época de vacaciones, algunos niños se iban con la madre o la abuela, se pasaban la jornada entera entretenidos con los juguetes que ofrecía la industria lúdica y rupestre de los campos. La cascara de alguna nuez a modo de barquillo surcaba las pozas, otros cogían moras y alguna fruta de temporada. Los mas pequeños quedaban desnudos bañándose mientras les lavaban el atuendo y volvían a casa limpios y relucientes. El agua se llevaba la cochambre de las ropas en un corto tránsito de aguas que bajaban a los ríos…, ríos que a su vez, al igual que la vida, iban a dar a la mar, como dijese siglos atrás Jorque Manrique. Con la llegada del agua corriente se acabó el suplicio de las lavanderas. Ya entrado los ochenta, llegaron las televisivas lavadoras de los anuncios a poner fin a aquellas caravanas de trabajadoras, a alterar la suerte de aquellas sufridas mujeres y niñas de posguerra que entregaron tanto con tan poco a cambio; heroínas anónimas de un tiempo de esperanzas, lamentablemente muchas de aquellas inagotables mujeres fallecieron sin conocer la lavadora automática.

Caía el sol sobre la Sierra de Albuñuelas, cuando las mujeres de los pueblos del Valle de Lecrín regresaban con olores campestres impregnando sus faldas, los relojes de algunos campanarios marcaban el final de la jornada. Volvían, lentamente, con los días vencidos y el sudor de las prendas ya entregado a las corrientes. Algunas con las canastas de mimbre sobre el costado, otras tirando del burro, con el serón de la ropa a cuestas, marcaban una sombra alargada sobre el suelo de tierra hollada de pezuñas y pisadas. Las ropas blanquecinas volvían dobladas y prestas de nuevo a la rueca incesante de los trajines, en un constante bucle inevitable y excesivamente dilatado en el tiempo.

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