Acuérdate de alguna historia en la que terminas diciendo: “… y tuve miedo”. Me gustaría decirte que tal vez ese miedo nos haya salvado la vida en alguna ocasión. Las emociones son impulsos o programas automáticos que nos empujan a actuar. La palabra emoción proviene del término latino “movere” (moverse) más el prefijo “e” (a o hacia). Cuando sentimos miedo la sangre de nuestro cuerpo se retira de zonas sin acción como el rostro (de ahí aquello de “quedarse frío” y pálido) y se distribuye a zonas de acción, como las piernas. Nos quedamos paralizados mientras nuestro cerebro discute entre ocultarse o actuar. Este mecanismo biológico fruto de la evolución ha de ser ajustado ya que no salimos corriendo del dentista, aunque sepamos que puede ser doloroso.
El miedo nos alerta del peligro y activa nuestro cuerpo, la preocupación sirve para buscar diferentes alternativas y evaluarlas, y la ansiedad centra nuestra atención en la amenaza, paralizando todo lo demás y obligándonos a encontrar una salida. Este entramado de mecanismos ha sido esencial para nuestra supervivencia.
La ansiedad es uno de los procesos que nos ayuda frente al peligro, por tanto, el elemento tóxico de este engranaje no es la ansiedad en sí, como solemos decir, sino la falta de control sobre nuestras preocupaciones. El problema surge cuando nuestra preocupación y ansiedad se activan sin un peligro real o cuando éste es insuficiente, volviéndose reiterantes. Nuestras preocupaciones no dejan de buscar una solución sin encontrarla y nuestra ansiedad se vuelve impermeable al razonamiento.
¿Y ahora qué? Aunque resulta extremadamente difícil dejar de preocuparnos, el control es nuestro. Conocerse a sí mismo puede ayudar a identificar el primer instante en que una imagen catastrófica activa el ciclo de la preocupación y la ansiedad. Con entrenamiento y práctica se puede llegar a captar el momento más cercano al inicio del círculo de la ansiedad. Las técnicas de relajación son un plus en este proceso.