Ayer se daba por extinguido el incendio que ha consumido más de 5000 hectáreas en las Sierras de los Guájares, las Albuñuelas, El Valle y El Pinar. Como en todo incendio forestal, la pérdida de patrimonio natural es enorme, lo que se agrava cuando consideramos además bienes y propiedades de los habitantes de la zona. La angustia y la tristeza de los vecinos de los municipios afectados es grande, y habrá que trabajar mucho para recuperar lo perdido. Los fuegos forestales devastan extensísimas áreas de nuestros montes, como ha quedado patente este verano, igual que en otras muchas regiones del mundo. Además, es previsible que la frecuencia e intensidad de los incendios vaya en aumento bajo el actual escenario de incremento de las temperaturas, de la sequía, y de la duración del periodo de verano. Todo esto genera unas condiciones que hacen más necesario que nunca abordar una planificación del territorio que permita afrontar las devastadoras consecuencias de los incendios forestales.
Cuando se produce un incendio debemos tratar, como es lógico, de controlarlo y apagarlo. No obstante, tenemos que ser conscientes –todos: ciudadanos, políticos y gestores– de que la mejor forma de luchar contra los incendios forestales no es la extinción, sino la prevención. Hay tres aspectos esenciales que debemos interiorizar. En primer lugar, que los incendios forestales ocurrirán. Es imposible evitar eternamente que un bosque arda, y más en un clima como el mediterráneo. Toda masa forestal tiene un riesgo de arder, ya sea por causas naturales (por ejemplo, un rayo) o por acción humana. En segundo lugar, debemos ser conscientes de que nuestra presión sobre el monte es la principal causa de los incendios. Casi todos los incendios forestales en nuestros montes (en torno al 95%) tienen una causa directamente humana, ya sea por negligencias (la mayoría) o intencionados. Nuestra acción continuada sobre los paisajes, además, condiciona la cantidad de combustibles forestales acumulados y la capacidad de propagación del fuego. Y, por último, la prevención de los incendios no es algo que se pueda hacer de un año para otro. Se requiere una planificación a largo plazo, más allá de la duración de los mandatos políticos. Se requiere, en definitiva, una política forestal y una inversión pública con una visión de décadas, que es la escala de tiempo a la que cambian los bosques y los paisajes. Por todo ello, y por mucho que nos duela la pérdida que hemos sufrido, no merece la pena buscar un chivo expiatorio al que culpar: los incendios se producen y se propagan por una acumulación de multitud de factores complejos e interrelacionados que no se pueden abordar a una escala temporal corta.
Todo lo anterior es clave no solo para prevenir posibles incendios en nuestros montes, sino que es igualmente válido para planificar la restauración de las áreas quemadas. En este sentido, ya se están planteando iniciativas ciudadanas para empezar a reforestar la zona afectada. Estas iniciativas son sin duda algo maravilloso que dice además mucho del vínculo de la población con sus montes. Sin embargo, debemos reflexionar antes sobre cómo hacer esa restauración y con qué objetivos. Restaurar o reforestar un monte quemado no es algo que podamos hacer de cualquier manera. En primer lugar, hay que definir qué es lo queremos o debemos reforestar: qué zonas, con qué especies, con qué densidad, con qué configuración del paisaje. Todo esto marca aspectos clave como el uso que queramos darle al territorio, los bienes y servicios que pretendamos obtener en el futuro y, sobre todo, el propio riesgo de incendio y la resiliencia del sistema una vez lo tengamos regenerado. En segundo lugar, debemos valorar antes cuál es el potencial de regeneración natural en cada zona del terreno afectado. Con frecuencia es más barato, y sobre todo más efectivo, cuidar los árboles y arbustos que salen solos que tratar de reforestar. Por tanto, otra de las cosas que es imprescindible hacer es, sencillamente, esperar uno o dos años. No debemos reforestar una zona quemada a los pocos meses del incendio. Por último, incluso en el supuesto de que tengamos ya claro qué plan de restauración debemos aplicar, plantar un árbol, por fácil que parezca, no es algo que debamos hacer a la ligera. Seguro que muchos de los lectores saben bien que, para cultivar cualquier planta en nuestros campos, sea una tomatera o un melocotonero, debemos esmerarnos en muchos pasos: qué características tiene la semilla (¿es buena simiente? ¿se ajusta la variedad al clima en el que la voy a plantar?), cómo de “buena” (vigorosa) es la planta (¿está bien endurecida? ¿tienen buena raíz?) o cómo está la tierra (¿está suelta y mullida o está compactada?). Si alguno de estos elementos falla empezaremos mal nuestra plantación. Estos aspectos son, si cabe, más importantes para una reforestación que para plantar en un huerto, pues al tomate o al melocotonero lo escardaremos, lo regaremos, lo fertilizaremos y le quitaremos las plagas. A la planta que se pone en el monte raramente podemos prestarle tantos cuidados, y si lleva hongos o enfermedades generados por prácticas erróneas en el vivero corremos el riesgo de, encima, devastar la regeneración natural.
Las administraciones que gestionan el patrimonio forestal deben de valorar qué actuaciones post-incendio son las más convenientes, considerando para ello no solo criterios económicos inmediatos, sino la generación de bienes y servicios ecosistémicos a más largo plazo que, en el futuro, derivarán igualmente en bienes económicos para la sociedad. Desafortunadamente, con frecuencia de realizan actuaciones forestales ancladas en las prácticas forestales del pasado, de hace décadas, e ignoran multitud de estudios que avalan cambios en los paradigmas de la gestión forestal. Uno de los ejemplos más clásicos es la saca de la madera quemada, que con frecuencia acarrea el corte de los árboles, el desramado de los troncos, la extracción de dichos troncos, y la trituración o quema de las ramas. Todo esto supone un impacto enorme sobre el área ya quemada y reduce sustancialmente la capacidad de regeneración natural al tiempo que incrementa la erosión, la pérdida de nutrientes, la pérdida de biodiversidad y la reducción de los bienes y servicios aportados por el monte. Esto no significa que no se pueda sacar madera de los montes quemados, pero se puede acometer de muchas formas y a diferentes escalas. Desgraciadamente se suele realizar de la forma más impactante que existe, dejando el área afectada yerma y con un impacto ecológico a veces incluso mayor que el fuego mismo.
Otra de las actuaciones comunes por parte de las administraciones tras los incendios forestales es la plantación masiva de árboles, esto es, reforestaciones a gran escala. Restaurar no es solo reforestar, y reforestar no es solo plantar árboles, sino asegurarse de que los árboles que plantamos crezcan sanos y lleguen a adultos en el menor tiempo posible. Sin embargo, las reforestaciones que suelen hacerse simplemente se preocupan por plantar cuantos más árboles mejor, sin prestar atención a su supervivencia. Esto es apostar por el fracaso, y mucho más si volvemos a considerar el escenario actual de incremento de las sequías. Merece mucho más la pena plantar menos, pero plantar bien, planificando además una configuración del paisaje que maximice el éxito de supervivencia y crecimiento de los árboles, y que maximice igualmente que estos árboles puedan terminar de colonizar el territorio una vez produzcan semillas. En definitiva, es mejor hacer una reforestación que se denomina de “precisión” antes que plantar árboles por todas partes, sin una buena selección de los sitios, de la planta, o sin ninguna previsión de cuidados post-plantación. Esto, desgraciadamente, no se hace, lo que explica los enormes índices de fracaso que sufrimos hoy día en las repoblaciones forestales. Hay que tener además en cuenta que la mejor forma de restaurar una zona es, como se ha dicho, a través de la regeneración natural, y con frecuencia las reforestaciones masivas a gran escala reducen dicha regeneración por el pisoteo y el impacto de la maquinaria utilizada.
Por mucho que nos duela, el incendio ya ha ocurrido y se ha llevado por delante décadas de desarrollo del monte, de esfuerzo de personas que lo cuidaron y lo vieron crecer, de cultivos y de bienes de los habitantes de la zona. Ahora, irremediablemente, nos toca reflexionar y tratar de aprender de lo ocurrido para evitar en la medida de lo posible que se produzcan incendios tan devastadores. Nos toca igualmente mirar hacia el futuro para regenerar un paisaje y unos bosques que nos permitan reducir los daños de incendios futuros: que sean menos virulentes, más pequeños, más fáciles de extinguir cuando ocurran, que tarden más tiempo en aparecer y tras los cuales la regeneración sea rápida. Para ello es clave la gestión que hagamos ahora y el plan de restauración que planteemos. Para ello es igualmente esencial que la población local participe y se implique en la toma de decisiones para su bosque del futuro.

En el número de octubre de la edición en papel de El Comarcal de Lecrín podrán encontrar toda la información sobre este incendio que ha asolado el Valle de Lecrín. Testimonios, reportajes, estudios, peticiones de ayuntamientos e instituciones e información exclusiva.