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Biografía del Valle de Lecrín. Capítulo IV: De fenicios, griegos y turdetanos

Realmente, el interés comercial de los forasteros, venía dado por la abundancia en nuestras tierras de estaño, cobre y plata principalmente

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Vasijas de la Necrópolis de Sexi

Cerrábamos el capítulo anterior hablando sobre el mítico Reino de Tartessos y de cómo la llegada a nuestras tierras de los fenicios y de los griegos alrededor del siglo VII-VI a.C. supuso un nuevo orden de las cosas. Los comerciantes fenicios, uno de los primeros pueblos conocidos por ser grandes navegantes, provenían de las costas del Mediterráneo Oriental, el actual Líbano, donde habían fundado ciudades como Tiro, Sidón o Biblos (de donde, por cierto, proviene la palabra biblioteca o Biblia). Se expandieron por toda la costa mediterránea fundando ciudades y en nuestra tierra se asentaron en Sexi, que significa “fortaleza rodeada” (Almuñecar) y Malaca (Málaga). Además de intrépidos marinos, los fenicios fueron también unos comerciantes de mucho cuidado, que firmaron tratados comerciales con nuestros ancestros (seis siglos antes de nuestra era) y con Argantonio. Si hacemos caso al poeta Anacreonte, nuestro antiguo monarca (un ser cuasi divino) reinó durante ¡ciento cincuenta años! De hecho, Herodoto, otro autor clásico, le atribuye ochenta años de reinado (que tampoco es moco de pavo) entre el 630 y el 550 a.C. En cualquier caso, los rasgos sociales de este periodo parecieron ser la longevidad, el pacifismo y la hospitalidad para con los forasteros.

Realmente, el interés comercial de los forasteros, venía dado por la abundancia en nuestras tierras de estaño, cobre y plata principalmente. Al encontrarse los yacimientos mineros alejados de las costas, en las sierras interiores, y siendo los metales el principal motivo por el que los fenicios quisieron entablar amistades con los de aquí, los jefes de las poblaciones del interior debieron acordar tratados comerciales que hicieron florecer la economía de sus factorías costeras y en consecuencia, también enriquecieron a las poblaciones locales. Sirva como ejemplo del elevado nivel de vida de la época, la existencia de vasijas de alabastro importadas de Egipto que se usaban como urnas cinerarias (que contenían las cenizas de los difuntos) y que fueron encontradas hace unos años en la necrópolis de Sexi.

Cuando los griegos focenses (de Focea, en la actual Turquía), con sus tupidas cabelleras, se enteraron de lo bien que les iba a los fenicios comerciando con nuestros antepasados allá por el siglo VI a.C., se vinieron cerquita del Valle de Lecrín y fundaron la factoría costera de Mainake, de la que se desconoce su ubicación exacta, en la costa entre Málaga y Granada. Según algunos autores antiguos, se trataba de un próspero asentamiento comercial que servía de base de operaciones para sus navíos y que pervivió unos setenta años allá por el siglo VI a.C. Los griegos foceos entablaron una interesante amistad con Argantonio que daría para una buena película o una serie de Netflix o HBO.

El comercio entre las zonas mineras de Sierra Morena y la ciudades costeras fenicias de Granada, debieron necesariamente trazar sus rutas por el Valle de Lecrín ya que los caminos antiguos a la costa pasan desde la vega de Granada hacia Padul y desde allí hacia el mar a través del Boquete de Zafarraya y del rio Guadalfeo.

Este trasiego de gentes y productos también provocó un intercambio cultural, gracias al que a nuestras tierras llegaron nuevas técnicas de cultivo. Se difundieron entre las comunidades indígenas una serie de innovaciones tecnológicas, tales como fueron la metalurgia del hierro, la tecnología del torno de alfarero o el uso del adobe para construir edificaciones, que a partir de ese momento empiezan a generalizarse con plantas cuadradas. Serán los fenicios quienes traigan a nuestra tierra el cultivo del olivo, que siglos más tarde desarrollaron de manera exponencial los romanos. De hecho, cambiaron para siempre nuestra forma de entender la agricultura. Por ejemplo, los fenicios generalizaron el cultivo de cebada en todo el sureste peninsular, mucho más adaptado a las condiciones climáticas autóctonas. Incluyeron técnicas como el injerto o la poda para mejorar el aprovechamiento de la vid y el olivo, así como la introducción del garbanzo. Y no contentos con esto, también introdujeron especies animales desconocidas hasta entonces en Iberia como fue la gallina (Gallus gallus domesticus). En el Albaicín, en unas excavaciones arqueológicas realizadas en el Callejón del Gallo, aparecieron, no hace muchos años, en estratos de esta época algunos restos de sardina, boga y jurel, que únicamente, por aquel tiempo, podían trasladarse desde la costa mediante preparados en salazón o salsas.

Gracias a los fenicios, nuestros antepasados comenzaron hace más de 2600 años a cultivar olivos, cebada o garbanzos, pudiendo a partir de entonces, degustar un buen plato de puchero de garbanzos (eso sí, sin patatas), unas buenas aceitunas, unos deliciosos huevos fritos o simplemente tomarse una deliciosa cerveza, bebida con fama de humilde pero de la que William Shakespeare dijo en su obra, Un cuento de invierno que: “un cuarto de litro de cerveza equivale al platillo de un rey”.

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