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El latir de nuestros campanarios

Era finales del siglo XIX y principios del XX, cuando autoridades civiles y eclesiásticas se vieron en la necesidad de incorporarse a los tiempos modernos abriéndose a recibir ofertas de fabricantes de relojes de torre

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A lo largo de la historia, las jornadas de campo y pastoreo se conocían por ser labores de sol a sol, cuyo tiempo de trabajo era controlado por la posición del astro rey, y como no, por el cosquilleo del hambre en el estómago de sus trabajadores.

La mayoría de nuestros paisanos no precisaban de artefactos que marcasen las horas, no porque no les interesasen, sino por la imposibilidad de poseer uno de aquellos modernos relojes, que algunos habían podido contemplar, colgando de una brillante cadena prendida en el botón del chaleco del terrateniente de turno, quien lo extraía del bolsillo mientras les vigilaba en la faena.

Era finales del siglo XIX y principios del XX, cuando autoridades civiles y eclesiásticas se vieron en la necesidad de incorporarse a los tiempos modernos. Abriéndose a recibir ofertas de fabricantes de relojes de torre, con campanas de legítimo bronce, para instalar en nuestros pueblos. Eran maquinarias de precisión, dotadas de una gran esfera que dominaba la cara principal de la torre, para poder ser vista desde puntos bastante distantes. En ocasiones, para que dicho dominio fuese más amplio, se colocaba más de una esfera, ocupando las distintas caras de la torre.

Para la persona que no alcanzase a ver la hora, cada reloj se acompañaría de una excelente campana de intenso tañer, a fin de ser oída en todo el pueblo y la vega. Siendo la sirena de antaño, marcando la jornada de principio a fin, así como esas pausas tan esperadas por los jornaleros, que les permitían enderezar la raspa, liar el cigarro e intentar saciar su hambre con el contenido de la hortera o fiambrera, que casi siempre era la “fritailla” sobrante de la cena anterior.

Las campanadas pasaron a regir los riegos, cuya asignación se guiaba solo y exclusivamente por los relojes de nuestros campanarios. Para mantenerlos en activo durante la jornada completa, requerían de un encargado que a giro de manivela remontara sus pesas, y que en la mayoría de las ocasiones dependía del Ayuntamiento, parroquia, Hermandad de Labradores o Comunidad de Regantes.

Entre otros encontramos el reloj del Padul, que remodelado, continúa ocupando su lugar en la torre, hermoseando cuando le ilumina el sol desde hace más de un siglo. En 1904, Hachero, alcalde de la localidad, compra el reloj a Don Lorenzo Redondo Bonilla, pagándolo a plazos hasta completar las 8.000 pesetas que garantizaban su buena construcción y resultados durante los veinte años siguientes. Esta novedad dio origen a romancillos, como podemos comprobar en la siguiente composición que hacía alusión a dicho alcalde y a sus vecinos:

Hachero puso el reloj,

Plácido el Mataero.

¡Válgame Joaquín y Ana!

¡Qué bien suena la campana,

Qué bien anda el Bandolero,(1)

Qué bien marcha el minutero!

(1) Bandolero: nombre de un mulo.

Otro caso destacado es el de Albuñuelas, que inaugura su reloj con maquinaria de Don Antonio Canseco, el veinticuatro de marzo de 1895, para lo cual se levanta una torre echando las campanas al vuelo como celebración del acontecimiento, acompañadas de cohetes, y como no, el Ayuntamiento, reparte pan entre los más humildes y ofrece un banquete con refrescos para las personas más distinguidas del pueblo. En la actualidad, gracias a una partida de la Junta de Andalucía, será posible recuperar la operatividad de la maquinaria de este histórico reloj del siglo XIX y afrontar la rehabilitación de su torre, según información reciente de nuestro periódico El Comarcal de Lecrín

Don Antonio Canseco, fabricante madrileño, fue quien dotó de latidos la torre de Albuñuelas, ofertando sus servicios a otras localidades de la zona como Órgiva, Cáñar, Lanjarón o Béznar, a los que les instala estas máquinas del tiempo, que marcarían el discurrir de las vidas de sus habitantes.

En el caso de Béznar, este nuevo contador de horas marcaba, con sus sonoros golpes cada cuarto, media, tres cuartos, así como los cuatro toques que anunciaban las horas completas y repetición. Su instalación sustituyó a un reloj de sol ubicado bajo una campana, donde un operario costeado por los vecinos, daba las horas para arreglo de los riegos desde principios de abril hasta el inicio de la época de lluvia, desapareciendo tras el terremoto de finales del siglo XIX, al quedar su torre con una planta menos. Con su reconstrucción, siendo alcalde Don Salvador Fábregas Xiro, deciden instalar un reloj coronado por una doble campana, que en su parte superior daría sonido a los cuartos que precedían las horas, así como los tiempos intermedios y una campana de mayor envergadura en su parte inferior que anunciaría las horas en punto, ambas unidas por un eje central, que hace de soporte, a cuyos mazos les daría vida un cable unido al engranaje del reloj.

El diseño de sus esferas, tuvo sin duda una influencia en la formación de los niños y niñas de esta época, que les obligó a aprender de forma temprana los números romanos, para poder entender la hora que marcaban sus saetas.

A lo largo del tiempo, otras localidades de nuestra comarca han exhibido sus campanas y esferas, ubicándolas en Pinos del Valle en la cara oeste de la torre, en Dúrcal mirando al sur, cuyas manecillas hoy día hacen competencia con el reloj de su casa consistorial, que marca una hora distinta, y en Restábal con esferas hasta en las cuatro caras de su torre.

El tañer de sus campanas han acompañado a lo largo del tiempo a los campesinos, pastores, regantes, arrieros y muchos de nuestros paisanos, a unos les marcaba la jornada y a otros les recordaba la hora, cuando pasaban con sus bestias y sus carros junto a nuestras torres. Pero a quien sí han acompañado siempre, sobre todo en las ciudades, ha sido a los sufridos serenos en esas largas noches lluviosas, en las que apenas encontraban a alguien en las calles, con quien poder charlar para matar el tiempo. Y en todos los rincones donde hubo un reloj en un campanario, siempre hizo compaña a los enamorados que se desvelaban, contando los cuartos, medias y horas, a la espera de la llegada del nuevo día, para poder ver sin demora a su media naranja.

Lamentablemente, en la actualidad, salvo Padul, Dúrcal y Albuñuelas, cuyas esferas permanecen impávidas y siguen marcando la hora correcta, la mayoría de las maquinarias de estos relojes se encuentra paradas, por falta de alguna pieza difícil de encontrar o cuya sustitución requiere la mano de un tornero de precisión.

La única alternativa, para indicar el devenir del tiempo en muchos de nuestros pueblos, ha sido la implantación de relojes electrónicos que indican a un percutor cuántos golpes dar sobre la campana. Limitando su tañer de ocho de la mañana a doce de la noche, para respetar el sueño de los vecinos y evitar molestar a algunos tiernos tímpanos, que reclaman su abolición total de nuestras torres.

Y es que, a pesar de la globalización y modernización, al pasear junto a nuestras torres podemos deducir, que llegamos a ser tan internacionales que cada pueblo de nuestra comarca tiene su horario propio. Por ejemplo, cuando visitamos Restábal, según el punto cardinal desde el que observemos su torre, veremos una hora diferente, lo que puede dar lugar a confusión u oportunidad de elección de horario.

La dependencia de un reloj en la torre o el latir de las campanas ha perdido prácticamente el sentido, debido a que lo que antaño fue un lujo, casi inaccesible, que descansaba en el bolsillo y decía la hora, ahora desde cada muñeca puede controlar el sueño, saber los pasos que damos e incluso avisarnos de cuándo debemos levantarnos por estar demasiado tiempo sentados.

Finalmente, para no robarles un solo minuto más, dado que el tiempo es oro, y por tanto un valioso tesoro, me gustaría cerrar este artículo con una reflexión. Y es que dada la costosa reparación de las maquinarias, sería interesante bajarlas de sus minaretes para ubicarlas en un lugar destacado, dentro de nuestros edificios públicos, y poder ser contempladas y valoradas por futuras generaciones como algo que fue fundamental en un pasado no tan lejano y que merece la pena conocer y conservar. Como decía Luís Sepúlveda, a quien se llevó esta pandemia en el comienzo de su andadura letal, solo conociendo nuestro pasado, comprenderemos el presente e imaginaremos el futuro. 

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