El Valle de Lecrín, de carácter económicamente agrícola, con sistemas de producción tradicionales y obsoletos y exiguo desarrollo industrial durante los años sesenta, fueron entre otros, elementos propicios que estimularon que se produjeran suficientes éxodos rurales, fundamentalmente de carácter temporal hacía mercados laborales internacionales y nacionales, siendo estos últimos los más atractivos para la gran masa de población femenina que habitaban en nuestros pueblos, mujeres jóvenes la mayoría con estudios básicos pero sin formación específica, lo que condicionaba sus oportunidades laborales y las vinculaba a trabajar en las campañas estacionales de recolección de los productos del campo y en labores de servicio doméstico, por lo que vieron en la emigración una oportunidad que les brindó otras salidas profesionales, el conocimiento de otros sistemas de producción y otras formas de vida.
Salir del pueblo “me supuso abrirme al mundo” manifiesta la restabeña Rosarito Reyes, que con catorce años emprendió el camino hacia Falces en Navarra animada por su tía Carmen Reyes (Madre Julia, Misionera del Santísimo y María Inmaculada), para trabajar en la conservera en el verano de 1969, donde coincidió con algunas jóvenes de Padul que habían comenzado ese viaje dos años antes atraídas por el ‘boom’ de lo que se llamó, la época dorada de las Conserveras Navarras, generado por la transformación agraria a gran escala de los cultivos de la cada vez más apreciada huerta del Valle del Ebro, que tenían que satisfacer un mercado emergente favorecido por el incremento de la exportaciones y el aumento del consumo de productos envasados en los mercados nacionales, y que supuso la transformación de la industria conservera en general y la construcción de los primeros polígonos industriales que albergaban las grandes fábricas como la Conservera Conserna S.A de Falces. La empresa no solo construyó una fábrica con maquinaria y tecnología moderna que aceleraba los procesos de producción, también complementó las instalaciones con la edificación de dependencias administrativas y una gran residencia con capacidad para albergar a 1.500 trabajadoras temporeras venidas de otros puntos de España, ante el aumento de la demanda de mano de obra. Adaptada la producción a las normativas estatales y al nuevo mercado, los empresarios conocedores del poder y autoridad moral que tenían las órdenes religiosas en la formación y educación de la mujer en los valores tradicionales que imponía el Estado, previo convenio, depositaron en las Misioneras del Santísimo y María Inmaculada, la dirección, administración y gestión de la residencia, así como la dotación de recursos humanos suficientes generados por las solicitudes de los puestos a cubrir por mujeres en la conservera. Confiar en las religiosas la responsabilidad, guarda y custodia de las jóvenes, generaba en las familias un clima de confianza y tranquilidad que favorecía la autorización paterna para que las chicas y en particular las menores de edad se desplazaran a Falces.
Este fue el contexto socio económico que favoreció la salida laboral de muchísimas jóvenes del Valle de Lecrín, si obviar los relatos de las experiencias vividas por las primeras que llegaron a trabajar en la conservera, y que como narra Rosarito Reyes (de Restábal), le supuso una gran oportunidad laboral en aquella época, porque en el pueblo “no había nada”, por lo que en 1970 salieron las primeras trabajadoras de Restábal, Saleres y Melegís. Carmen Reyes (Madre Julia), religiosa muy conocida por estos pueblos, facilitó que desde el convento que la Orden tiene en Granada, que se gestionara la lista de demandantes de empleo y el transporte desde la capital. Los años siguientes aumentó la demanda y se fueron incorporando chicas de otros pueblos, Albuñuelas, Pinos del Valle, Chite, Mondújar, Dúrcal, Padul… por lo que la conservera responsable del transporte organizó los autobuses y trazó las rutas de recogida de las trabajadoras por los pueblos, en las dos campañas de trabajo que ocupaban la temporada del espárrago durante los meses de marzo a julio, y la del tomate, pimiento, guisante, alcachofa, melocotón y pera que se desarrollaba desde finales de agosto hasta noviembre, aunque algunos años la duración estaba condicionada por la calidad de las cosechas. Así comenzaron un viaje precedido de emotivas despedidas, con una maleta repleta de ilusiones y el cariño de sus madres que las acompañaba en cada doblez de la ropa que con manos pacientes habían ayudado a preparar, la foto del novio a buen recaudo y las súplicas y peticiones a la Santísima Virgen y a San Cristóbal protector de los conductores para que las librara de “todo lo malo”. Por delante un largo trayecto con bucólicos paisajes, diversos colores y una mezcla de distintas influencias todas enriquecedoras que les provocaban sensacionales emociones, mientras amenizaban el viaje con canciones, ritmos, chascarrillos y algunas oraciones que entonaban y tarareaban, junto a la Madre Marín, “un ángel en la tierra” como la consideraban la mayoría de la chicas.
En Falces, Madre Lourdes y el resto de la comunidad les daba la bienvenida y se instalaban en la residencia, mientras el personal de administración de la fábrica cumplía con los protocolos administrativos y laborales: firma de contratos, alta en seguridad social, asignación de responsables para iniciación en el puesto de trabajo a cubrir… Los salarios eran bajos, negociados por los empresarios y el estado, donde las severas limitaciones al ejercicio sindical dejaban a merced de la empresa la fijación de tipos máximos y mínimos según categorías, en turnos laborales de más de ocho horas, que mantenían la fábrica en funcionamiento prácticamente las 24 horas. La nómina se pagaba “en mano”, después de desquitar la parte que se abonaba a la residencia para la manutención, se recibía un sobre con el salario, dependiendo su abultado de las horas extras trabajadas, y que era lo que más disparaba los ingresos. “Se salía a ganar dinero” relatan algunas mujeres de las que estuvieron allí, “supuso mi alta en la seguridad social, por 31 comienza el numero de afiliación de todas las que nos aseguraron por primera vez en Navarra”, para Felisa Palma de Melegís “supuso la apertura de su primera cartilla de ahorro para meter el dinero, aunque no pasaba nada y se guardaba en los armarios, después de unos años era más seguro no viajar con el dinero de la campaña encima”.” Eran tiempos en los que la mayoría de las hijas e hijos entregaban en casa los salarios y jornales que ganaban, las economías domésticas gozaban de “caja única” administrada por los padres, y el circuito financiero de los ingresos de los miembros de la unidad familiar eran la forma de llenarla, después los padres marcaban las prioridades de gasto. “Con lo ganado en Navarra me compré una máquina de coser, y parte de mi ajuar”, “pues yo me compre el ajuar y el vestido de novia”, “pues yo se lo entregué a mi padre para pagar los plazos del mulo”, “aunque la independencia económica de muchas chicas duraba el mismo tiempo que la campaña, antes de entregar el dinero en casa nos comprábamos algún capricho, la primera minifalda y las primeras botas altas me las compre con el dinero de Navarra”, son afirmaciones de algunas mujeres que pasaron por allí, mientras, otras recuerdan con especial cariño el trato recibido “ por las monjas”, la influencia en su sintonía emocional para hacer más agradable la estancia, la añoranza y la convivencia, la formación y enseñanzas que recibieron en su tiempo libre, las excursiones al Santuario de Lourdes en Francia, y a la Basílica del Pilar en Zaragoza. Los ejercicios espirituales que de forma voluntaria se realizaban en Madrid, en la Casa Madre que la Orden tenía en la Calle Arturo Soria, eran voluntarios, pero las jóvenes que se apuntaban disfrutaban del retiro y de alguna excursión por Madrid, unos días antes de regresar a Granada.
Antes de poner fin a este relato no quiero pasar por alto, la incorporación de algunos hombres de estos pueblos al trabajo en la conservera, que comenzaron en las campañas de 1971. Realizaron trabajos solo de limpieza y acondicionamiento de la fábrica y de la maquinaria, fueron menos numerosos que las mujeres, el alojamiento del personal masculino se instaló fuera del recinto de la empresa, se adaptó para ello una antigua casa de Peones Camineros en las inmediaciones del complejo industrial, eran tiempos donde la separación por sexos marcaba el orden moral de la convivencia. Falces marcó un antes y un después en las jóvenes que estuvieron allí, para la inmensa mayoría no solo significó la primera salida del pueblo, sino que marcó un hito en el devenir laboral de estas generaciones, otros éxodos a otros destinos de España y del extranjero les siguieron. Para algunas el hilo mágico del amor las vinculó para siempre con esa tierra y allí echaron raíces. Una gran experiencia de grandes mujeres, hábiles, fuertes e inteligentes, con una gran valía personal y coraje, referentes para las generaciones venideras y orgullo de esta tierra. Hoy con perspectiva histórica podemos considerar que los años 70 del siglo pasado fueron claves en la emancipación de las mujeres del Valle de Lecrín.
Dedicado a todas las mujeres que estuvieron en Falces y llevan el recuerdo en el corazón, con especial cariño para las que ya no están.
Me ha encantado cómo has descrito una experiencia que, sin duda, supuso una gran vivencia para muchas mujeres. Gracias