Conocieron y conocimos atardeceres bellos y cargados de una lírica que ahora ya es historia. La luz vaporosa de aquellos ocasos marcaba momentos de un encanto indescriptible. Para referirse a estos atardeceres del Valle de Lecrín, los lugareños, de manera menos fina, usaban la expresión “a puesta de sol” o “al oscurecer”, que era exactamente lo mismo, pero mucho más acorde con nuestro habla y la propia dinámica áspera y vital de algunos de nuestros pueblos. “A puesta de sol”, se veían regresar las cabras y a los rebaños de ovejas de regreso al pueblo, levantando grandes polvaredas, como en el Quijote; hombres regresando a casa, montados en mulo o burro, con una talega amarrada a la cintura, colgada, o metida en el cojón del serón de pleita domada y suavizada por el tiempo, labriegos, vareadores, segadores y gañanes de vuelta al pueblo con las camisas encartonadas de sudores de duro trabajo, mujeres guardando las gallinas que andaban callejeando por las calles, regresando con la última cántara de agua fresca de la fuente, y niños, muchos niños, sí, corriendo en continuo alboroto y tropezando por todas partes. Las bombillas de las calles, y aquellas de plato que con aire de progreso irrumpieron primero en los pueblos más grandes, iban encendiéndose con lentitud y humildad inusitada en las modernas luminarias. Poco a poco, como pidiendo permiso, iban dejando tímidos destellos de su presencia. Las encendían y las apagaban, claro está, el alguacil de turno, pues no había programación posible más que la humana.
Qué privilegio aquel, cuando las personas aún eran imprescindibles. Se podía percibir en las calles el olor a leña de olivo, almendro, naranjo o pino, aulagas, sarmientos y la mecha de pábilos quemados, en armonía con los atardeceres invernales. Después de la larga jornada, los hombres iban a buscar “su vasico de vino”, vino peleón en las tabernas, que las había en todos los barrios, otros trasegaban al vaso el vino de alguna tinaja o botella, o los tragos “a cañete” de la bota, en la discreta intimidad del hogar… aunque el vino calentaba exactamente igual, pero al menos la lengua se enredaba en casa, y se iban a acostar sin adquirir fama de borrachines que era fama de difícil enmienda. El alcohol, de esta manera, se hacía soluble en el colchón de lana, quedando ya disipado al amanecer. El vino hecho en casa, el de la tinaja, tenía tal cantidad de grados, que colocaba con tan sólo pasar la nariz por el “gollete de la botella”. A veces, al oscurecer, los abuelos mandaban a los niños con la botella a por el vino a granel del tabernero, este con la rodilla colocada debajo del pellejo, llenaba la botella con un cuidado y esmero exquisito, evitando derramar el apreciado líquido. Según aquellos hombres, “casi abstemios” (ironía eh), ellos ni que decir tiene, no bebían prácticamente nada: apenas una copilla de aguardiente por la mañana, un vaso de vino en la comida, o unos tragos de la bota que acompañaba en el trabajo, un par de vasos taberneros al oscurecer, y otro vaso cenando… y un vínico suelto si venía algún pariente a casa. Total, nada de nada. Los niños apuraban los juegos al límite mismo de la luz solar, en aquellas tardes interminables. Ya con la luz de la tarde feneciendo mientras caminaban de regreso a sus casas, observaban las estampas propias del atardecer, con abuelos partiendo ramas para la lumbre, o soltando un haz de leña, algunas abuelas cheposas y encorvadas encendiendo el brasero en la puerta.
Al regresar a casa, por ciertas calles, no era extraño encontrar algún perro enemigo, que tenía fichados a los niños y algún adulto que iba a ver a su novia, y en su paso obligado los hacía correr despavoridos. Dos niñas sentadas en un poyo o en el regazo de alguna puerta, ordenaban con esmero los vestidos recortables y se los colocaban a las muñecas rubias o morenas, con coletas o trenzas: “Yo creo que con el vestido azul está más bonica”, “pos a mí me gusta más con el colorao”. Cerca el alboroto del corro de niños que juegan a los montones, con una baraja cuarteada del uso, los cromos arrancados a las cajas de cerillas. La voz de alguna madre sonaba desde dentro de la puerta; “vamos, venga ya”. La otra niña, inocente y temerosa, preguntaba: “jugamos mañana?”, y la voz hacendosa de la madre, rompía nuevamente el encanto, con tono cortante y “esabrio”, “mañana tiene cosas que jacer”, “ tanta calle, to el día goliendo”.
Entre la luz liviana del atardecer, un suspiro de España hacia girar la cara hacia la puerta de un corral, y se podía ver el rostro compungido, casi espectral, de una anciana de pañuelo negro en la cabeza, en el trasfondo oscuro del edificio. Eran rostros desgastaos, imprecisos, como llegados de generaciones aún más antiguas que las que pudimos llegar a conocer; rostros que parecían las mismísimas caras de Bélmez. Los pastores, recién llegados los ganados, conversaban aún por las esquinas, con el morral al hombro y la vara en la mano, escoltados por sus perros,, “ ya venía yo barruntando que la cabra al final iba a parir en el campo”, mientras esperaban que el vecino que por la mañana mezclaba sus cabra con la manada para pasar el día al cuidado del pastor, saliese a su encuentro para llevársela a casa. Eran verdaderamente libres, ajenos a este antro de planeta donde vivimos inmersos sin saberlo. Los niños corrían en todas las direcciones, y al final de la tarde, ya agotados de juegos y carreras, se sentaban en alguna placeta o en algún poyo, donde un hombre con “un cacho de pan en la mano, con su correspondiente engañifa”, cortaba trozos con la navaja que acompañaba con las rebanadas de un gran tomate, de aquellos que aún sabían a tomate, y relataba historias de su paso obligado por la guerra, o cuando, en una huida de media compañía, una bala le atravesó el cuerpo sin dañarle órganos vitales, y otra en una avanzadilla mató a su mejor amigo. Miraban los niños con cara de asombro, allí, con la luz mortecina del atardecer, tuvieron las primeras noticias de la insensatez de las guerras, y la estupidez humana en su conjunto. Los atardeceres estivales eran de una composición cromática variada, con puestas de sol ensangrentadas, olor a hierba, a trigos espigados, con ganado en la distancia que berreaban sin armonía, y gorriones y golondrinas engullendo mosquitos al vuelo.
Entre la luz híbrida del atardecer y las primeras bombillas, algunas mozuelas regresaban a casa después de quedar un rato con las amigas, entre comentarios y risas tarareaban alguna canción de Marisol, sobre sus cabezas los pájaros acudían a los cables juntándose en hilera. Por debajo de ellos, algún hombre de gesto avinagrado liaba un “caldo de gallina” que colocaba entre los labios encendiéndolo con las chispas, que la ruleta del encendedor de yesca, provocaba después de un ritmo acompasado. En los atardeceres de verano, la gente regaba con los chapoteos de las manos en un cubo, los alrededores de la entrada de la casa para refrescar, y se sentaban en las sillas de enea para comentar la jornada, entre muchachos intentando derribar algún murciélago con un palo, y el sol ocultándose tras las tejas rancias y las chimeneas deslucidas de humos y pelos de gatos. Luego, por los ochenta, conocimos aquellas puestas de sol veraniegas al final del baño en El Canal, en las albercas y en los ríos, a la vez que los adolescentes volvían a los pueblos en bicicleta, sin luces ni frenos…, con los respectivos ángeles de la guarda pedaleando al lado.
Las mujeres mayores contaban que antiguamente, los fines de semana y algún día de fiesta señalado, los mozuelos y mozuelas bailaban por la tarde con la rondalla del pueblo, o con algún músico acordeonista o algunos miembros de la banda de música, que tocaban en alguna plaza o casa del pueblo, hasta la hora de encenderse las luces, momento en que las jóvenes salían corriendo para casa, como cenicientas recatadas. San Juan de la Cruz escribió: “Al atardecer de la vida, te examinarán del amor”. Y ahí, tal vez, en esa puesta de sol final, veremos cuánto hemos dado a cambio de no esperar nada, cuánto hemos tenido en cuenta el sufrimiento ajeno más que el medraje propio; en qué medida, en fin, hemos estado a bien con esa cosa antigua y pasada de moda que se llama “conciencia”. Ojalá sea cierto que un día conozcamos una justicia rotunda y verdadera, que saque las vergüenzas a esta patraña que nos vendieron por justicia. “ A puesta de sol”, iban haciendo sombra las sierras y montañas sobre un Valle de Lecrín encenagado de atardeceres con fecha de caducidad en las vidas… vidas que van ineludiblemente “oscureciendo” hacia el ocaso último, esperando a que el tiempo, ese impostor implacable, les marque la caída final de la tarde.
Un relato entrañable que para muchos de nosotros es el pasado de nuestra infancia. Es fácil imaginar, mientras leo tu relato, todos esos momentos de los que hablas. ¡Gracias!